
Muy nerviosa, frente a la ventana de la cocina, Fina no paraba de mirar esa tarde hacia fuera esperando que su hermano apareciera de un momento a otro. La guerra había terminado y Gaspar regresaba del frente; había pensado en huir a Francia, exiliarse, pero optó por volver confiando en que poco a poco todo volviera a ser como antes, encontrar trabajo en la mina y que el tiempo fuera cicatrizando heridas.
Gaspar nunca llegó a entrar en el pueblo. Con el agua helada, Fina siguió lavando una y otra vez las batatas que iba a preparar en almíbar para recibirlo hasta que al amanecer entró una vecina y le dijo que cuando se supo de su regreso, habían mandado a que lo esperaran en las afueras del pueblo y que no se sabía nada de él.
Todos los inviernos, cuando se le agrietaban las manos del frío al lavar junto a las otras mujeres el carbón que los hombres extraían de la mina, se acordaba de cómo aquel amanecer de un día de abril de 1939, con las manos hinchadas y sangrando, había sido incapaz de dejar de lavar las batatas hasta que se desmayó de dolor.
Desde que se casó, el Día de Difuntos y en Navidad siempre había de postre batatas y siempre se empeñaba en cocinarlas sola, encerrándose en la cocina mucho más tiempo del realmente necesario y que empleaba en lavar las batatas una y otra vez.
Fina sólo rompió esta costumbre cuando su primera nieta cumplió diez años. Para Navidad se metían las dos en la cocina: “Aunque después los vayas a pelar, no olvides nunca lavar muy bien las batatas”, le decía Fina a su nieta “y después de pelarlas, hay que cortarlas en rodajas de un dedo de grosor, más o menos”.
“Abuela, eso dependerá de cómo sea el dedo de gordo, ¿no?” le decía siempre su nieta y entonces Fina se reía mientras miraba a su nieta poniendo el dedo sobre la batata para intentar calcular el grosor exacto de las rodajas.
Para el día de Navidad se reunía toda la familia en casa de Fina y Domingo, unas quince personas en total, para los que habían calculado ya que cinco o seis batatas eran suficientes. Cuando estaban ya cortadas en rodajas, llegaba el momento de cocinarlas en almíbar:
- Solo hay que colocar las rodajas en una olla, añadir medio paquete de azúcar, tres o cuatro ramas de canela, un poquito de clavo, la piel de un limón y cubrir todo con agua, para que quede como un dedo de agua por encima de las batatas.
- ¿Un dedo como el de las rodajas, abuela?
- Sí, como el de las rodajas.
- Y cocer hasta que las batatas estén tiernas y se haga el almíbar, ¿verdad?
- Sí, para que queden dulces.
Y Fina volvía a sonreír.
Todos los veinticinco de diciembre, cuando acababa de recoger, ya de noche y con la casa de nuevo en silencio, Fina volvía a quedarse un buen rato a solas mirando por la ventana de la cocina, hacia la oscuridad, y se tomaba una rodaja de batata en almíbar que había reservado junto con una copa de licor de guindas que ella misma hacía y entonaba muy bajito, para que nadie la oyera, muy bajito, “Bella Ciao!”.