
El primer día de su jubilación Pedro se retiró a vivir al pueblo de sus abuelos. Ya no vivía casi nadie en él y por muy poco dinero había comprado una casa con un terrenito en el que se preparó un huerto al que dedicaría su tiempo al jubilarse.
Pedro era un urbanita y aunque al principio le costó ponerlo en marcha, preguntando mucho y trabajando más consiguió que el huerto acabara dando frutos… y verduras.
Uno de sus mayores placeres era cocinar un buen pisto con las verduras que daba el huerto en verano. Entre junio y septiembre, al menos una vez a la semana, cuando acababa la faena de la mañana recolectaba dos o tres piezas de calabacines, berenjenas, pimientos verdes, pimientos rojos y cebollas, a los que sumaba una buena cantidad de tomates.
Siempre trabajaba en el huerto sin guantes. A Pedro le gustaba sentir el tacto recio de las plantas, la vida extendiéndose silenciosa e imparable, el olor de la tierra como origen de todo e incluso acariciar el mundo animal que surgía en torno a las plantas. Era un ecosistema perfecto y Pedro participaba en él como una parte más del mismo. El cocinado del pisto le daba tiempo para pensar en cómo su trabajo en una oficina y su tiempo de ocio con ordenadores, teléfonos y pantallas digitales le había arrebatado las relaciones directas mediante el tacto, como si le hubieran amputado un sentido que ahora había recuperado.
Por ello disfrutaba quitando con las manos la tierra de los calabacines y de las cebollas, pinchándose con las berenjenas, quitándole las simientes a los pimientos y pelando los tomates. Antes de encender el fuego, empleaba un buen rato en preparar todos los ingredientes: los pelaba y troceaba en cubos grandes y de similar tamaño, y los reservaba por separado, cada uno en un cuenco diferente para añadirlos al fuego en el momento adecuado. Para el final dejaba siempre los tomates porque le encantaba abrazarlos con la mano y con delicadeza los partía por la mitad y los rallaba.
Empezaba por freír la cebolla y antes de que empezara a ponerse transparente añadía los pimientos; cuando empezaban a ponerse tiernos, incorporaba las berenjenas y lo removía todo entre cinco y siete minutos hasta que las berenjenas también empezaban a cocinarse, momento en el que echaba los calabacines y al igual que con las berenjenas, removía el conjunto varios minutos hasta que todo parecía comenzar a estar guisado. En ese momento añadía los tomates rallados –siempre ponía bastante tomate para que fuera casi el protagonista del plato-, salpimentaba y subía el fuego al máximo que el tomate se friera y fuera la clave que lo integrara todo.
Tras varios años jubilado, fue un amanecer de finales de un mes de junio cuando pensó en el camino que había recorrido desde el momento en el que se trasladó al pueblo, y sonrió. Ese día cocinó pisto y como solía hacer a menudo salió al huerto para almorzar mirando la tierra, las plantas, el sol y las nubes, y después se tumbó a descansar bajo unos frutales. Cerró los ojos y enseguida se quedó dormido.
Fue en ese instante cuando la tierra, con delicadeza, se abrió bajo su cuerpo como la boca de un animal hasta crear un hueco de su mismo tamaño y lo abrazó con cariño, engulléndolo poco a poco hasta cubrirlo por completo y fijar en su rostro la sonrisa con la que se había quedado dormido; y entonces las raíces se extendieron bajo la tierra para unirse a él como cordones umbilicales y envolverlo con ese tacto tan vital que lo había hecho tan feliz, fundiéndose en un ciclo sin tiempo. Y empezó a llover.