El amanecer en Hiroshima es luminoso y limpio. No hay nubes y el sol asciende de forma imperceptible y poderosa. Nos levantamos temprano y caminamos hacia el río, diluyéndonos en la multitud que se dirige al Parque de la Paz.

Andamos en silencio; todo el mundo camina en silencio y con el gesto absorto, como si tuvieran el pensamiento en otro lugar, posiblemente recuperando recuerdos, reconstruyendo un puzzle con fragmentos de memoria que emergen para no ser olvidados.
Hay quien lleva una foto en las manos, o un pequeño objeto. La mayoría avanza con los ojos vidriosos. El Parque de la Paz es amplio, con espacios abiertos, pero se queda pequeño para todas las personas que se reúnen en la conmemoración del 6 de agosto.
A las 8:15 a.m. el silencio se hace absoluto. No conozco otro silencio como éste, generado por la oración en silencio de las más de 50.000 personas que se han reunido en torno al A-Bomb Dome, que curiosamente es de los pocos edificios que permaneció en pie. “La bomba explotó a unos 500 metros de altura, así que la zona que estaba justo debajo se libró de la onda expansiva”, nos explican por la noche cenando en un Kaitenzushi.
El A-Bomb Dome es la zona cero, en pie solo quedan algunas paredes, partes de la estructura del edificio y el esqueleto de la cúpula que se erige como un fantasma que paradójicamente jamás podrá descansar en paz.
El sol está ya bastante alto y se muestra potente sobre el edificio en ruinas, como un recordatorio o una amenaza que si estallara volvería a arrasarlo todo.
Tras la conmemoración damos un paseo por el parque acompañados por el sonido de las chicharras y caminamos junto a la Llama de la Paz. Los recordatorios de las personas desaparecidas se extienden por todo el parque y las familias deambulan para reencontrarse con los suyos.
El silencio se prolonga pero ahora el tono beige y gris del A-Bomb Dome se transforma en un amplio abanico de colores gracias a las grullas de origami que niños y adultos depositan en torno al monumento en memoria de Sadako, permanentemente rodeado por este arco iris de papel.
Esta transformación hacia el color se hace aún más potente al anochecer, cuando el sol ha decaído y desde las márgenes del río Motoyasu los habitantes de Hiroshima deslizan al agua linternas de luz con velas y papel de múltiples colores grabados con nombres y mensajes en recuerdo de los desaparecidos.
“Cada linterna de luz representa el alma de un hibakusha y cada 6 de agosto las ponemos a navegar río abajo en recuerdo de todos los que murieron. Muchas personas murieron por el calor generado, se quemaban por dentro y se lanzaron al río desesperadas… Pero el agua estaba hirviendo”, nos cuenta el camarero del Kaitenzushi mientras desfilan delante nuestra los platitos de sushi.
El bar está tranquilo, la mayoría de la gente se ha retirado a sus hogares, con sus recuerdos, lo que nos permite mantener una conversación con él. Mientras va elaborando las distintas piezas de sushi nos desvela los secretos para cocer el arroz, “ésa es la clave: un buen arroz especial para sushi y cocerlo bien; y para cocerlo bien, lo primero que hay que hacer es lavarlo y lavarlo y lavarlo, acariciándolo para que los granos de arroz se rocen entre sí y vayan soltando el exceso de almidón. Yo lo lavo al menos entre siete y diez veces, hasta que el agua deja de salir blanca”, nos cuenta con el gesto muy serio.
A continuación deja el arroz húmedo reposar en un escurridor: “este paso también es importante, para que la humedad se reparta de forma uniforme por el grano” y aprovecha estos quince minutos para enseñarnos, en una de las esquinas del bar, una columna de grullas de colores: “las hizo mi hija pequeña en recuerdo de sus bisabuelos. Hay mil, ni una menos” dice con orgullo y dirige la mirada hacia la calle para ocultarnos los ojos.
Le cuesta volver a recuperar el tono, pero prosigue: “el arroz de sushi no se cuece con agua, sino con calor, por eso hay que disponer en una olla el arroz y poner el agua justa para cubrirlo, si acaso un poco más de agua, como medio dedo; el volumen de arroz y de agua debe ser casi el mismo, tan solo debe haber un diez por ciento más de agua que de arroz, no más”.
Hemos tenido suerte porque el camarero de Kaitenzushi es uno de los pocos japoneses que hemos encontrado que se desenvuelven bien en inglés. Pedimos otra cerveza Asahi y le proponemos un brindis en memoria de Sadako y la paz de los niños. Ya con la segunda cerveza le revelamos algunas impresiones:- Nos admira cómo esta sociedad ha descartado el odio y la venganza, y ha hecho del recuerdo un clamor por la paz.- Si os hubiera tocado de cerca, si hubierais visto, si os hubieran contado tantas y tantas historias… entenderiais que no hay espacio para el odio.
Nos quedamos en silencio unos minutos, mirando cómo sigue moviéndose delante nuestra la cinta con los platos de sushi, hasta que de repente retoma la receta: “Otro aspecto fundamental: la olla se tapa y no se puede abrir en ningún momento. Para cocer el arroz encendemos el fuego al máximo durante cinco minutos, luego lo bajamos al mínimo durante quince minutos y finalmente apagamos el fuego y todavía sin levantar la tapa lo dejamos reposar cinco minutos. Sólo entonces podemos destapar y vertemos en un recipiente a ser posible que no absorba el calor para aliñar y enfriar el arroz”.
Mientras se cuece el arroz, aprovecha para preparar el aliño: “para 1 kg de arroz yo empleo 130 mililitros de vinagre de arroz, 75 gramos de azúcar y 25 gramos de sal; hay que calentar el vinagre a fuego lento y sin que rompa a hervir, y diluimos el azúcar y la sal removiendo constantemente”.
Me levanto y me acerco a la ventana del Kaitenzushi, desde la que se ve el río. A lo lejos se ven, aún encendidas, miles de linternas de papel que se dirigen río abajo hacia la desembocadura al mar. Permanezco así unos minutos durante los que nadie habla y cuando me giro y vuelvo a la barra veo que ya está enfriando el sushi.
“Yo sigo enfriando el arroz con un abanico, pero muchos de mis compañeros utilizan un secador de pelo; se añade el aliño poco a poco para que el arroz lo vaya absorbiendo mientras lo movemos con una una pala de madera o plástico que nos permita rastrillar el arroz, y lo vamos enfriando con el abanico”.
Orgulloso, levanta la cabeza y por primera vez nos sonríe: “ya está listo el arroz; con él podéis hacer todo tipo de sushis: niguiri, maki, futomaki… pero tened en cuenta estos dos últimos trucos: para trabajar bien el arroz hay que humedecerse ligeramente las manos y si elaboráis rollitos de maki u otra variedad, también hay que humedecer la hoja del cuchillo antes de cortarlo”.
Le devolvemos la sonrisa y pedimos otra Asahi mientras vemos cómo va elaborando las piezas tras la barra y disponiéndolas en los platos que avanzan en la cinta.
Cuando salimos ya no se vislumbran las linternas de papel, que han desaparecido río abajo, pero en el camino de vuelta al ryokan encontramos en multitud de lugares montañitas de grullas de origami, de todos los tamaños y colores, dispuestas de forma espontánea, como el recuerdo que brota imprevisible o el deseo de paz que no se calma. En silencio, Hiroshima duerme