Gazpacho de apio y pepino

De repente no tenía que madrugar pero echaba tanto de menos tener un motivo cualquiera que la ayudara a levantarse cada mañana… Más de cuarenta años apresurándose desde muy temprano para preparar desayunos, despertar a los niños, perseguirles para que se lavaran la cara y se peinaran, salir a trabajar al almacén de frutas y cargar cajas hasta no poder más, llegar tarde a casa y casi incapaz de mantener los ojos abiertos repasar con sus hijos las tareas del colegio antes de acostarse con la cabeza llena de números para hacer magia para llegar a fin de mes con el único sueldo de la casa.

Gazpacho de apio y pepino

Toda su vida había estado marcada por ese esfuerzo diario para sobrevivir. Aunque empezaba a tener lagunas de memoria, no olvidaba, como si fuera una aguja clavada en la boca del estómago con la que había crecido y con la que iba a morir, el hambre que había pasado de niña durante la posguerra y el sentimiento de rabia, impotencia y frustración de sus padres por no poder hacer nada para evitarlo.

Los años en el almacén de frutas no fueron cómodos. Su pareja la abandonó sin más, sin ni siquiera avisar, cuando se enteró de que estaba embarazada de mellizos y sola, con sus padres ya fallecidos, hizo como siempre iba a hacer en su vida: tirar hacia delante como fuera. Al menos el trabajo en el almacén de frutas le daba a veces la posibilidad de llevarse gratis a casa algo de comida que no estaba ya en condiciones de venderse: una lechuga de la que se podía aprovechar el interior, tomates demasiados maduros o fruta mordida por algún insecto… Cuando había pepinos y apio se los llevaba siempre porque a su hijo adolescente le encantaba cómo rasgaba la garganta el sabor potente y un poco picante de un plato que no dejaba  de ser algo raro pero muy barato, el gazpacho de apio. 

Cuando los hijos se marcharon llegaron lo nietos y entonces solicitó en el almacén el cambio de turno para poder cuidar de ellos por las mañanas y de paso ayudar a sus hijos enviándoles algún que otro tupper de comida. Y cuando los nietos fueron creciendo empezó a colaborar en una asociación del barrio de apoyo a familias con pocos recursos en las que percibía la misma mirada que siempre había acompañado a sus padres, una mirada baja, esquiva, huidiza, como con vergüenza y con los ojos a punto de llenarse de lágrimas.

Era marzo de 2020 y a sus setenta y nueve años no había parado ni un instante porque la vida no se lo había permitido, pero de repente todo cambió como si su mundo fuera una superficie de aceite en la que cae una gota de jabón muy localizada que lo disuelve todo a su alrededor en una circunferencia perfecta que la deja aislada en el centro. Tras varias semanas con una preocupación creciente por la expansión de un nuevo virus para el que no hay aún vacuna ni cura se anuncia por parte de las autoridades la prohibición para la mayor parte de la población de salir de casa, en especial para las personas mayores, para evitar contagios.

En apenas unas horas parece que el tiempo y el espacio se hubieran congelado y que el mundo se hubiera detenido, inmovilizado en una fotografía. Y día tras día encerrada en casa sin nada que hacer y amputada por no poder abrazar ni ver a sus hijos ni a sus nietos, lo único que la acompaña entre las cuatro paredes de su pequeño apartamento es el miedo. Se mira en el espejo de forma obsesiva y como una ola que no esperas la sacude la evidencia del tiempo ya vivido, y la golpea una y otra vez, una ola tras otra, con ritmo, sin cesar, sin descanso. En el espejo ve con nitidez su pelo escaso y completamente blanco, el rostro desfigurado por las arrugas y las manos tan recias que casi han perdido el sentido del tacto, y al fondo, como dibujadas en un lienzo, una pared con manchas de humedad y una estantería con objetos antiguos, algunos rotos, que reflejan la miseria de una pensión que apenas da para subsistir.

Durante las noches apenas duerme porque se despierta cada poco tiempo sobresaltada, con la respiración cortada y con sudores, temerosa de un enemigo invisible al que no se le pueden poner barreras y ante el que se siente vulnerable, indefensa y desnuda con su cuerpo lento y consumido por la edad. Hasta ahora no había percibido la muerte como una opción inminente, como una fosa que te espera a la vuelta de la esquina y por sorpresa. Se mira al espejo con incertidumbre porque no sabe si será ahora por culpa de un virus o dentro de un mes, un año, o dos, o cinco… pero ahora sí sabe que será. También sabe que sus hijos perciben su miedo cuando habla con ellos por teléfono. El miedo no tiene apellidos pero sí origen: la incertidumbre de no saber cuánto tiempo te queda, la angustia de morir sola y sin poder despedirte, el vacío de no tener ningún motivo para levantarse por la mañana…

Tras varios días de angustia, el veinte de marzo se levantó también con miedo, con mucho miedo, pero dispuesta a hacer como siempre había hecho en su vida: seguir hacia delante como fuera, aunque solo fuera para que sus hijos la siguieran viendo en pie y sus nietos le siguieran riñendo para que dejara de beber cerveza. Y empezó a escribir sus recetas en un cuaderno para que cuando ella ya no estuviera, pudieran recordarla a través de los platos que los habían acompañado durante el tiempo compartido, como el extraño y picante gazpacho de apio.

#NuestrosHéroes

Gazpacho de apio y pepino:- 1 apio, o varias ramas, incluidas las hojas; 7 u 8 ramas- 2 pepinos- 2 ajos- 500 ml. de agua- Aceite al gusto, en torno a unos 50 gr.- 1 chorrito de vinagre- Sal- Pimienta recién molida- Tabasco, al gusto

El gazpacho de apio y pepino es tan sencillo y humilde como colocar todos los ingredientes en un recipiente y mezclarlo todo a máxima potencia con la batidora. Es importante que las fibras del apio se trituren también, por lo que si no es suficiente con la batidora, habrá que pasarlo por un pasapuré. La cantidad de agua dependerá de la textura deseada y nosotros le añadimos el tabasco al final, para controlar un poco más el grado de picante. Si queréis hacerlo algo más suave podéis poner un ajo, en vez de dos.

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