Mejillones a la diabla

Mejillones a la diabla

“Tu familia y amigos no te olvidan. Estarás siempre en nuestra memoria” eran las frases escritas con letras doradas sobre la cinta de color burdeos de la corona de flores que acompañó el ataúd de Adama hasta la cámara de incineración. Antes de salir de la cámara para encender el fuego y abrir el gas, Amador, el sepulturero, retiró con cuidado la cinta y la guardó en una pequeña bolsa de rafia junto con una flor de la corona.

En cierto sentido así era; la familia y amigos de Adama no lo olvidaban, tan solo que desconocían cuál había sido su destino, la playa de Tarifa, donde la corriente arrastró su cuerpo ya sin vida y sin ningún documento que permitiera identificarlo ni conocer su procedencia.

Una autopsia rápida, de trámite, para confirmar la muerte por hipotermia y posterior ahogamiento, y el cuerpo quedó listo para su incineración en un ataúd modesto, de madera de pino sin apenas pulir ni lacar, tan solo unas cuantas tablas sujetas entre sí por puntillas.

Cuando llegó al oficio, la primeras veces que tuvo que incinerar a los “sin nombre”, como los llamaban en la funeraria, Amador investigaba en secreto para saber quiénes eran, quiénes habían sido; intentaba averiguar la procedencia del bote en el que no habían conseguido llegar, si habían emprendido el viaje solos o con algún familiar o amigo, si algún superviviente sabía sus nombres, si habían zarpado con alguna pertenencia o documentación, cualquier detalle que le permitiera al menos saber cómo se llamaban y atisbar alguna pincelada de sus pasados. Se imaginaba incluso que alguna vez podría localizar a algún familiar para comunicarle la noticia del fallecimiento, decirles que había tenido un entierro digno, que no estuvo solo, y así al menos acabar con la incertidumbre de los que quedaron en tierra. Intentó incluso entrar en contacto con las mafias que organizan los viajes por si podrían facilitarle algún dato o incluso que ellas mismas transmitieran su mensaje a los familiares, pero todos los esfuerzos eran inútiles, cuando aparecía un cuerpo sin vida y sin identificar, ya todo en torno suyo era vacío como si nunca hubiera tenido pasado y como si efectivamente no tuviera ni nombre.

Con el paso del tiempo, Amador fue dedicando su esfuerzo a corregir ese vacío y acabó por poner un nombre a cada uno de los náufragos a los que incineraba e inventarles un pasado; nunca repetía ningún nombre para no traicionar su unicidad y dedicaba parte de su sueldo a comprarles una pequeña urna para sus cenizas y a enviarles una corona de flores al entierro.

Con Adama actuó igual que venía haciendo ya en los últimos años; esperó a que la cámara se apagara y se enfriara para poder acceder, recogió sus cenizas y las guardó con cariño en la urna que le había comprado, de tonos ocres y alguna veta blanquecina, y la metió en la bolsa de rafia para llevárselos a casa al acabar la jornada.

Amador vivía en las afueras del pueblo, en una casa no muy grande pero con un jardín bastante amplio en el que había construido una caseta con paredes de madera y unas amplias puertas de cristal en la parte frontal que dejaban ver unos estantes a varias alturas y que cumplía la función de columbario. Abrió la puerta y colocó con cuidado la urna de Adama, la rodeó con la cinta de la corona de flores y puso justo delante la flor que había cogido. Puso también un papel con su nombre y en un pequeño marco colocó una foto que le había hecho en secreto antes de encender la cámara de incineración. Así había procedido desde hacía años con los más de doscientos fallecidos que ahora descansaban en su jardín, todos con su foto, su nombre y una frase de cariño de sus familiares y amigos.

Cuando llegaba un nuevo huésped al columbario, Amador tenía la costumbre de cenar mejillones porque le recordaban a los féretros cuando los abría para hacerle la foto a los fallecidos, y su color negro le recordaba al de los ojos, y el cuerpo naranja parecía que lo miraba e iba a empezar a hablar para contarle anécdotas de su pasado y sabían a mar, al mar que los había traído a tierra. En el césped, Amador conversaba con los hombres y mujeres que reposaban en su jardín. Iba abriendo mejillones y recordaba anécdotas del pasado de uno, nombraba a otros, le explicaba a Adama con cariño quiénes eran sus compañeros y sonreía a todos con dulzura.

Casi a punto de terminar su fuente de mejillones a la diabla Amador sintió una fuerte punzada en el pecho, fulminante, se dobló sobre sí mismo, de rodillas, cayéndose al suelo sin poder moverse, y quedó tendido bocarriba en el jardín, con la cara vuelta hacia el columbario, una mano tendida con los dedos abiertos y los ojos sin mirada.

Nadie lo echó de menos a la mañana siguiente, ni hasta transcurrida una semana, cuando en el trabajo decidieron avisar a la policía de su desaparición y ésta, al entrar en la casa de Amador, encontró en el jardín una caseta de madera y puertas de cristal en la que justo al abrirla encontraron una urna con un nombre, Amador, una corona de flores y una frase: “Tu familia y amigos no te olvidan. Estarás siempre en nuestra memoria”.

Ésta es la receta de los mejillones a la diabla de Amador:

Ingredientes:

  • 1 kg de mejillones frescos
  • 2 cucharadas de aceite de oliva
  • 4 dientes de ajo
  • ½ cebolla
  • 2 hojas de laurel
  • 1 tomate maduro, rallado
  • picante al gusto (se puede utilizar piri piri portugués, salsa tabasco, chiles… depende del tipo de picante que os guste) 

1.- En una olla ponemos a calentar dos cucharadas soperas de aceite de oliva. Añadimos el laurel, los 4 dientes de ajo, pelados y laminados, y antes de que empiecen a dorarse, incorporamos la media cebolla cortada en trocitos pequeños.

2.- Removemos todo bien y cuando la cebolla empiece a estar transparente añadimos el tomate rallado y sin piel. Mezclamos unos 2 ó 3 minutos y añadimos el picante. Nosotros solemos usar salsa piri piri, por su sabor.

3.- A partir de ahí, vamos incorporando en tandas los mejillones; no los añadimos todos a la vez, sino que echamos solamente un número de mejillones que cubra la superficie de la olla. Subimos el fuego al máximo y cerramos la olla hasta que los mejillones estén abiertos. Al irlos incorporando en tandas, es más fácil que se abran todos. Cuando estén abiertos, los sacamos de la olla, reservamos en una fuente (que será la que utilizaremos para servir) y volvemos a poner en la olla otra tanda de mejillones, para abrirlos. Repetimos esta operación hasta que acabamos de abrir todos los mejillones.

4.- Cuando estén todos los mejillones en la fuente, repartimos por encima la salsa que se ha ido cocinando en la olla y… a disfrutar del sabor mientras escuchamos las historias que esconden los mejillones.

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